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sábado, 25 de octubre de 2008

Evocando a los Dioses

Era una dura tarde en los talleres de Don Juan Pascual de Mena. Eran más allá de las siete, y Benito Ulla era el único ser vivo en el gran edificio lleno de humanos y animales de mármol, sin más alma que la que el propio Juan Pascual, antiguo Director General de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, ya retirado desde hace varios años.

Corría el invierno del año 1783, y el tiempo se había mostrado especialmente inclemente en los últimos días. Benito simbolizaba una de las más recientes incorporaciones al grupo de escultores de Mena, aunque él no era precisamente un joven aprendiz, sino que ya llevaba quince años de experiencia a sus espaldas, en talleres menores de Toledo y Alcalá de Henares.


Ese día había nevado copiosamente en la capital de España y solo Benito, que era el que más cerca vivía de la ubicación de los talleres, había conseguido llegar hasta allí. Llevaba solo todo el día, y pensaba que más le valdría no haber ido esa mañana al taller, pero ya estaban retrasándose mucho con el encargo que los propios asistentes personales del monarca Carlos III les habían mandado elaborar, una fuente con la efigie del dios romano Neptuno, diseñada por el propio maestro arquitecto Ventura Rodríguez.

Se suponía que esta estatua tendría que haber estado en el Salón del Prado el pasado año, coincidiendo con la colocación de la fuente de la diosa Cibeles que Francisco Gutiérrez había cincelado el pasado año, pero seguramente hasta el 84 no podría estar situada en el emplazamiento indicado, frente a su compatriota y sus leones.

Pues allí se encontraba Benito iluminándose con un pequeño candil y llegando a la triste conclusión de que no iba a tener mucho más tiempo de trabajo en ese día. Casi a oscuras remataba el hocico de uno de los caballos marinos, mientras se preguntaba de que retorcida imaginación salían ese tipo de criaturas, puesto que él nunca había oído hablar de caballos con la parte posterior como si fuera la de un pez. Quizá en otros lugares, en las lejanas Filipinas, habían visto a semejantes criaturas, porque Benito en su inocencia no creía posible que nadie pudiera inventar algo tan extraño sin haberlo visto antes.

Estando allí solo todo el día, y realizando ahora mismo una tarea bastante rutinaria, poco le costaba hacer volar su mente a los dilemas que le producían ese tipo de cuestiones. ¿Por qué no usar peces, o delfines como en las fuentes de Paris? De todos modos, ¿para qué necesitaría el dios romano de las aguas un carro tirado por caballos? Las propias aguas podrían llevarlo hacia donde él quisiera, o podría ir encima de algún animal acuático, sobre una gran tortuga o algo parecido.

Además, desde el principio este encargo le dejaba perplejo. Bueno, no solo este, sino todos los del Salón del Prado. ¿Por qué tenían que reverenciar a Neptuno, o incluso a Cibeles, cuya existencia desconocía hasta el mismo momento que se enteró de la construcción de su fuente? Los españoles eran católicos cristianos desde siempre, no entendía porque no se les dedicaban esas fuentes a los santos o a los apóstoles... Vale que quisiéramos parecernos a los franceses, pero todo tiene un límite. Si ellos no querían reverenciar a los ángeles y a los santos allá ellos, pero los españoles se jactaban de ser los más devotos cristianos de Europa, con permiso del Vaticano, y no terminaba de entender este tipo de encargos. A él le gustaban más las imágenes religiosas, como el San Juan Bautista que su propio maestro esculpió para la iglesia de San Fermín de los Navarros.

Sumido en sus pensamientos, terminó casi sin darse cuenta de dar forma al equino hocico que le había llevado casi toda la tarde. Alzó el candil sobre su cabeza y contempló la pieza completa. Allí vio el rostro de Neptuno, sin ojos definidos, mirando hacia un lado, con los cabellos mecidos por el viento. Formaba una estampa regia, pese a estar casi desnudo, y Benito terminó por admitir que las figuras de la antigüedad también tenían una magnífica estampa.

Para cuando el reloj de la iglesia cercana dio las siete y media, Benito ya estaba despojándose de su mandil y abrigándose todo lo posible, con la manta de viaje sobre su chaquetón y calándose la gorra. Ahí fuera, en la oscuridad, haría un frío realmente intolerable.

Autor: Marcelino Andrade

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