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Obras publicadas de Raquel Sánchez García

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miércoles, 26 de marzo de 2014

A solas

A solas. Así me siento a pesar de estar rodeado de gente. Puedo oírlos al pasar.

Hace frío, mucho frío. Tras una noche gélida, la mañana es muy fresca.

Recojo mis cartones y mis mantas. Apilo los primeros en un lado de la puerta del cajero que me ha servido como dormitorio esta noche y doblo las segundas, para guardarlas en aquella mochila raída que encontré tirada en la basura.

Mientras continúo con mis únicas y sencillas tareas, puedo notar sus miradas. Unas de miedo, otras de pena y las menos, de asco.

Estoy acostumbrado a inspirar todos esos sentimientos y animadversiones.

Al fin y al cabo todos creen que soy un delincuente, que algo habré hecho para haber terminado en la calle pero, ninguno de ellos conoce mi historia. 

Nadie se ha parado a preguntarme, yo tampoco hubiera contado todos los detalles, eso sí, si tengo claro una cosa es que, yo soy el único culpable.

Mi nombre es..., no importa, puedo ser cualquiera que te encuentres. 

Ni siquiera recuerdo la edad que tengo, sólo que han pasado muchos años, más de los que quisiera.

Mi vida era normal, como la de cualquiera. Tenía un trabajo. Camarero era mi oficio, según comentan era muy bueno, alguien llegó a afirmar que el mejor de la ciudad. También estuve haciendo de..., no sé como llamarlo, ¿peón?, trabajaba en un barco pesquero, descargaba su mercancía al llegar a puerto, me dediqué a otros tantos trabajos, todo ello antes de partir a cumplir mi obligación con el ejercito. Allí cambió todo.

Tenía 21 años cuando me llamaron a filas. La edad en la que todo joven de aquella época debía pasar por aquella etapa, según decían para hacerse un hombre hecho y derecho. La mili te terminaba de formar como hombre. Allí no estaba tu madre o tu padre para ayudarte, eras tú mismo el que te tenías que sacar las castañas del fuego. Madurabas. Yo quizás lo hice demasiado.

A mi regreso y con las compañías que frecuentaba, mi vida dio un giro. 

Dejé el trabajo, me llamaba más la fiesta, el no tener obligaciones. Comencé a cometer hurtos, a delinquir, movido siempre por quien me juntaba.

Más de una vez mis familiares tuvieron que sacarme de algún apuro. 

Mis padres me acogían una y otra vez en su casa, en definitiva la mía, porque siempre tuve las puertas abiertas hasta que volví a defraudarles como hijo.

Cuando no me quedaba dinero de los chanchullos que tenía, acudía a verles, allí me duchaba, me lavaban la ropa, a veces a mano, me daban de comer, incluso pasaba la noche. 

No me quedaba mucho tiempo, no me gustaba estar atado a nada ni a nadie, apenas unas horas, tiempo que aprovechaba para que, al darle pena a mis padres, me dieran lo que había ido a buscar, pasta. Eso que me serviría para mantenerme unos días más y volver a desaparecer de su vida hasta que volviera a necesitarles.

Mi padre se cansó de mis jugadas. Aprendió que lo que me daba, no me ayudaba a salir del pozo donde me había metido. 

Más de una vez, después de unas cuantas copas y algún que otro acompañamiento más de alguna sustancia que corría por mi cuerpo, me cerró la puerta, mejor dicho, no llegó ni a abrírmela. Estaba cansado, quería hacerme reaccionar pero, ni las lágrimas de mi madre detrás de aquel trozo de madera, entre aquellas cuatro paredes, me hicieron cambiar.

Tomé otros caminos. Seguí en la calle y de vez en cuando acudía a casa de mi hermana mayor, la única que se preocupaba un poco por mí, hiciera lo que hiciera. 

A ella era a la que llamaban cuando no aparecía por los albergues o cuando me detenían en comisaría. Era mi ángel de la guarda pero, los centros de acogida comenzaron a cansarse de mi desobediencia. 

No cumplía los horarios, las primeras veces me lo pasaron por alto, hasta que terminaron echándome de uno y otro.

En más de una visita, en mi mal estado, mi hermana me aconsejaba desintoxicarme, empezando por el alcohol y terminando por todo aquello que me estaba matando poco a poco.

Las miradas de gente extraña no me afectaban. La de mi sobrina, con miedo, temiendo que con cualquier movimiento le hiciera daño, ver su cara asustada, escondida detrás de los brazos de su padre, su lejanía, cuando se hizo más mayor, cada vez que se me ocurría ir a verlos, me hizo darme cuenta pero, ya era tarde, no me quedaba tiempo.

Me daba vergüenza admitir que me había equivocado, que ellos tenían razón. Había elegido la vida alegre. 

Aunque a nadie le guste vivir en la calle, es lo que acabas consiguiendo cuando no tienes nada, cuando no te queda nadie a quien recurrir. Por eso mi único compañero era el alcohol.

Un cartón de vino comprado con la limosna que alguna buena gente me daba al pedir, recoger ropa tirada en la basura, era lo que me ayudaba a sobrevivir.

La primavera y el verano se pasan mejor, la temperatura es más suave, en cualquier banco de cualquier parque se puede dormir. En otoño e invierno es distinto, el viento aprieta, los grados caen y no es tan fácil encontrar un hueco a resguardo de las inclemencias de la lluvia y en extrañas ocasiones, las nevadas.

Ahí entraba el alcohol. Bebiendo te entra calor y te ayuda a sobrellevar mejor todo eso pero, te haces adicto, dejas de comer y todo lo que cae en tus manos lo dedicas a eso para poder vivir, mientras destrozas tu cuerpo por dentro.

El día ha pasado como todos. He ido dando tumbos por las calles, haciendo lo mismo de siempre. 

Cae la noche, he oído que mañana es posible que nieve. 

Estoy cansado, el banco de aquella plaza parece cómodo. 

Extiendo mis mantas sobre él, la primera debajo para evitar la frialdad de sus tablas y frenar un poco el aire, la de arriba para que me ayude a calentarme. 

Abro el brick, echo un buen trago, comienzo a entrar en calor. Una especie de sueño profundo se va apoderando de mi.

No oigo nada, veo el tráfico pasar desde allí tumbado pero, no hay ruidos, no hace frío, ni calor, estoy tranquilo, a gusto, cierro los ojos y ya no siento nada.

Es mediodía, desde la cera de enfrente veo un corrillo de gente. Me acerco un poco más. Hay una ambulancia en la esquina. Me abro paso entre la multitud. Hay un hombre en un banco, dos personas con uniforme amarillo le están atendiendo. Me fijo en él, soy yo mismo.

La habitación está fría. Al otro lado del cristal, sin que ellos lo sepan, los veo. Están allí todos reunidos.

Es la hora. 

Ya está. 

Me he marchado. 

Ya todo ha acabado.

Autora: Raquel Sánchez García

Licencia: 
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Para resolver dudas sobre la licencia y realizar consultas o solicitar pedidos autografiados, contacte con la autora en: relatosjamascontados@gmail.com

3 comentarios:

Olga dijo...

Muy buena historia, aunque muy triste.

Raquel Sánchez dijo...

Gracias Olga, es triste pero es real como la vida misma, sólo tenemos que pararnos alguna vez y preguntar a alguna de esas personas que viven en la calle, por desgracia, muchas de sus historias nos sorprenderían.

aprflapierre dijo...

Leyendo tu historia me ha recordado esa otra que escribí, con la misma temática. Te dejo el enlace por si quieres echarle un vistazo. Creo que te sorprenderá.

http://aprflapierre.blogspot.com.es/2015/10/el-abuelo.html´

También tengo un micro, algo anterior, titulado Colacao.

http://www.e-stories.org/read-stories.php?sto=8947